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viernes, 14 de enero de 2011

Como un molde.


Humillados y utilizados; ¿Nunca os habéis sentido así?
A menudo hacemos cosas que no nos gustan por alegrar  a los demás, porque pensamos que si las hacemos nos admiraran o encajaremos mejor y aveces ni siquiera sabemos porque las hacemos. Yo cada vez me creía más inmune a este tipo de actos. Una niña con personalidad y bastante carácter, que poco a poco iba superando las vergüenzas, típicas de la adolescencia, de mostrarse tal y como es e incluso vestir a su manera en un pueblo que, no acoge mucho eso de salirse de la vestimenta "normal". Pero un día me doy cuenta de que nunca seré inmune a este tipo de actos. Puede que disminuyan pero, sinceramente, no creo que consiga eliminarlos nunca del todo. Ademas, si nos paramos a pensarlo, ¿no creéis que todos nosotros somos, ese adjetivo tan recurrido últimamente por las personas, un poco falsos? Parémonos analizarlo. Unos podrán serlo más que otros pero todos, aunque sea solamente por una vez, lo hemos sido; por mucho que nos definamos como personas que decimos todo directamente a la cara y que nunca haríamos uno de estos actos.

 Un consejo, sed vosotros mismos. A mi de momento fue siempre cuando mas a gusto me sentí. Si fingis ser lo que no sois podéis estar bien una temporada, pero una vez que os descubran o que no aguantéis más, todo se irá por la borda. 

lunes, 3 de enero de 2011

Recuerdos del pasado.


 El viento enredaba su pelo y le dificultaba la visión. Sus ojos entreabiertos y llorosos a causa del frío buscaban a tientas el camino. Las olas furiosas chocaban contra el acantilado salpicando constantemente a la joven. Conocía el camino como la palma de su mano, pero después de las fuertes lluvias de los días anteriores habían arrancado varias piedras que dificultaban el paso; y el sendero, al borde del acantilado, no estaba tan firme como en verano. Sin embargo ella quería llegar al faro. Era su destino.

 Siguió caminando. Los punzantes tojos se clavaban en su piel provocando numerosas carreras en sus medias. Divisó la luz del viejo faro. Las gaviotas se acomodaban a su alrededor esperando, impacientes, que cesase la tormenta.

 Llamó a la puerta. Esperó unos minutos, sabía que el viejo farero ya no estaba para ser apresurado. La puerta se abrió con un fuerte quejido y tras ella apareció la tenue luz de una vela que rápidamente se apagó a a causa del fuerte viento.

 -¡Ay Dios mío, vaya tormenta! Pasa muchacha, pasa que con este tiempo no es bueno que estés fuera.

 Ella cerró la puerta y siguió al anciano. Él volvió a encender la vela con la ayuda de una cerilla, y los dos se miraron. Los años de trabajo a la intemperie se podían apreciar en el rostro del farero. Esbozó una sonrisa que no lograba ocultar los años de tristeza y soledad que había pasado.

 -Ya hacía tiempo que no te veía por aquí, ¿vienes para subir a la torre?

 La joven asintió y él rápidamente le tendió la oxidada llave.

 -Ten cuidado con los últimos escalones, estos días ha entrado mucha agua y los pobres ya no están para
 muchos trotes.

 Subió las escaleras lentamente fijándose en todos los detalles. Aquel lugar nunca cambiaba. Era su refugio, su pequeño mundo. Se apoyó en la barandilla. El viento silbaba colándose entre las rendijas de los cristales. Un barco navegaba luchando contra las inmensas olas.

 De repente notó como una mano se le posaba en el hombro. Estaba tan sumergida en sus pensamientos que no se había oído el ruido de la puerta.

 -Es muy tarde y la tormenta está calmada. Será mejor que te marches antes de que anochezca. Se acercan
 fuertes lluvias.

 La muchacha le miró fijamente. Cogió su chubasquero rojo; que había dejado en el suelo; y bajó las escaleras. Se despidieron y cuando el anciano iba a cerrar la puerta ella la detuvo. Sus miradas se cruzaron. Buscó algo en su bolso y se lo entregó al anciano, se despidió con una triste sonrisa, puso su capucha y desapareció tras la puerta. Aquella misteriosa joven llevaba años visitándolo sin ninguna explicación. Sólo observaba el mar desde la torre.

 El hombre se dirigió a su alcoba. Allí abrió la pequeña caja y nada más ver el contenido supo lo que significaba. Corrió tan rápido como sus años le permitían hacia la puerta pero cuando consiguió llegar lo único que vio tras ella fue soledad y vacío. Cayó derrotado por el esfuerzo y por los tristes recuerdos de su juventud. Aquella noche la lluvia caía sin cesar y las olas luchaban embravecidas contra las rocas. El viejo faro brillaba intermite entre la tormenta.