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jueves, 23 de diciembre de 2010


 Caminaba despacio. No miraba atrás. Todo quedaba lejano. No sabia muy bien hacia donde se dirigía, pero sus pasos eran firmes aunque cansados. Había una luz tenue y la gente caminaba sin rumbo por la calle entre las luces navideñas.
 Se paró a mirar el escaparate de una vieja pastelería donde el dependiente se agachaba con una sonrisa, para darle un pequeño pastel a un niño que felizmente lo recogía y se lo agradecía a su madre. Los recuerdos pronto invadieron su cabeza, lo que le hizo esbozar una sonrisa. Inocencia de la infancia, añorada por tantos.

 Siguió caminando mientras, delicadamente, unos pequeños copos de nieve empezaban a enredarse entre su pelo y a adornar las ruinosas calles.

 De repente se detuvo. Observó una puerta deteriorada por el tiempo la cual se le notaba que había vivido mejores épocas. La empujó y esta se abrió con un leve quejido. Dentro había unas retorcidas escaleras de hierro con la pintura astillada y oxidadas. Las subió deslizando delicadamente su mano sobre los barrotes. Trozos de pintura iban cayendo a su paso por los peldaños.

 Al llegar arriba se encontró con el marco de una puerta, la cual debía de haber sido arrancada hace años y de la que quedaban apenas unas astillas. Lo atravesó y se encontró con un estrecho pasillo. Del fondo provenía una luz tenue y amarillenta. Llegó a una pequeña salita en la que había una galería. Las viejas y amarillentas persianas venecianas eran las causantes de esa extraña luz.

 Dejó su mochila en el suelo, apartó las persianas y se detuvo a mirar por la ventana. La gente seguía caminando felizmente por la calle, inmune a su presencia.